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Bolsonaro, la segunda vuelta y la venganza del patriarcado

Desde algunos años reviven en el mundo discursos que plantean lo que Rita Segato llama "la guerra contra las mujeres" como política de estado. En Brasil, la llegada al poder de Jair Messias Bolsonaro inauguró una etapa de francos retrocesos en materia de derechos que seguramente se profundizará en un eventual segundo mandato. Por eso ellas vuelven a gritar, como en 2018, "¡Ele nao!" (El, no).

3 de octubre de 2022

Jair Bolsonaro no llegó a la presidencia del Brasil cuidando sus modales ni -menos aún- tomando nota de las transformaciones sociales ocurridas a su alrededor. Al contrario. Podríamos decir, incluso, que fue exactamente al revés: que si llegó hasta donde llegó (nada menos que a la máxima investidura que otorga una democracia a sus ciudadanos y ciudadanas) fue precisamente por haber actuado siempre como un elefante en un bazar. Y por haber hecho de eso su bandera.

Jair Bolsonaro y la legisladora María Do Rossario, a quien dijo que no violaría "porque no se lo merece"



Esa construcción del outsider, del "recién llegado" inocente a los sucios ruedos de la política, ése que dice lo que no debe en donde no corresponde tampoco fue casual. Fue copiada de Donald Trump, su referente político. De hecho, en las últimas semanas Steve Bannon, el ideólogo detrás de la campaña que llevó a Trump a la presidencia de los Estados Unidos reconoció seguir con mucha atención las elecciones en Brasil. Y en las apelaciones de Bolsonario por hacer "un Brasil más grande" resuenan los ecos de aquel "Make America Great Again" (MAGA), el eslogan que consiguió sentar al protagonista de The Apprentice en el Salón Oval.


Pero - más allá de su chauvinismo, su amor por las armas, su odio a todo lo diferente y su incurable negacionismo de lo que fuere (empezando por el cambio climático y terminando por la eficacia de las vacunas contra el COVID-19)- Bolsonaro y Trump se parecen en algo central: su enorme desprecio por las mujeres, expresado a través de insultos a periodistas, amenazas de violación a rivales políticas, acoso en cámara a actrices como Helen Page o persecución a las defensoras de los derechos sexuales y reproductivos. Las feministas son su objeto de desprecio favorito.

Es que en el mundo de Bolsonaro (binario, polar y con la complejidad conceptual un meme) "los niños visten de azul y las niñas de rosa", como cantaron tras el triunfo electoral Jair Bolsonaro y Damares Alves, la pastora evangélica a quien designó como ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos. Para ella, "ya es hora de que la iglesia gobierne"


Por todo esto, las mismas que en 2018 y antes del triunfo de Bolsonaro ganaron las calles con la consigna "¡El no!" (#EleNao) y siguieron protestando contra sus propuestas represivas y machistas hasta en el Carnaval, hoy vuelven a organizarse para seguir denunciando un retroceso en la seguridad y el bienestar de las mujeres que implicará un segundo suyo.

Menos mujeres, menos democracia

En abril de este año, en la reconocida revista Foreing Affairs, dos investigadoras (Erica Chenoweth y Zoe Marks) publicaron un artículo interesantísimo: La venganza del patriarcado- Por qué los autócratas le temen a las mujeres. Su tesis es clara: como reacción a los avances de las mujeres en todo el mundo y como contra taque esperable por parte de los grupos conservadores y religiosos que ven amenazado su poder, en los últimos años se han replicado regímenes que (como el de Trump, como el de Bolsonaro, como el Putin en Rusia -revirtiendo derechos sexuales y reproductivos- como el de Xi Xin Ping en China persiguiendo a feministas o el Abdel Fatha El Sisi en Egipto, aprobando leyes mediantes las cuales las mujeres deben pedir permiso a los varones de su familia antes de casarse) promueven el regreso a "los valores tradicionales" y a los roles de género que mantuvieron a las mujeres en la sombra por centurias.
"A lo largo del siglo pasado, los movimientos de mujeres conquistaron el derecho al voto; ampliaron el acceso de las mujeres a la atención de la salud reproductiva, la educación y las oportunidades económicas; y comenzaron a consagrar la igualdad de género en el derecho nacional e internacional, victorias que se correspondieron con olas sin precedentes de democratización en el período de posguerra", destacan las autoras. "Sin embargo, en los últimos años, los líderes autoritarios han lanzado un ataque simultáneo contra los derechos de las mujeres y la democracia que amenaza con hacer retroceder décadas de progreso en ambos frentes".
Es justamente en este contexto en el que resulta más revelador leer ya no sólo a Bolsonaro sino también a su electorado. ¿Qué miedos, qué estereotipos, qué representaciones (sobre la sociedad y, en especial, sobre las mujeres y las disidencias) se juegan allí? Porque que un candidato pueda decir que prefiere a un hijo muerto "antes que homosexual" o considere no violar a una rival política sólo porque es "fea" y "no se lo merece" habla, sobre todo, de sus votantes. De lo que querrían decir y no pueden. Pero sí pueden votar.
Así las cosas, y como demuestra un estudio de la Universidad de Georgetown -que elabora desde hace algunos años el Indice de Seguridad y Bienestar de las Mujeres alrededor del mundo- Brasil tiene, sobre un total de 170 puntos, sólo 80, ubicándose por detrás de Argentina en materia de inclusión, igualdad y justicia para las mujeres.




Por eso mismo, que en las últimas semanas antes de la elección del 2 de octubre la primera dama de Brasil, Michelle Bolsoraro, haya salido a declarar que ese mismo hombre que se la pasa haciendo alusiones sexuales sobre ella es "un rey" y "un hombre de Dios" tampoco es casual. Las mujeres conforman el 52, 7 % del electorado brasileño y Michelle -devota evangélica, traductora del lenguaje de señas y coordinadora de la Alianza de Cóyuges de jefes de estado- representa con eficacia la figura de eso que los franceses llaman "mujer potiche": muda, sonriente, decorativa. Una mujer confiable.



Con ella asistió Bolsonaro al funeral de la reina Isabel II y aprovechó su paso por Londres para improvisar un discurso desde el balcón de la embajada. Frente a un centenar de personas que estaban allí no sólo para saludarlo sino también para protestar por el asesinato en la Amazonía del periodista británico Dom Philiphs, el presidente volvió a cargar contra "el aborto" y contra "la ideología de género".
"Nuestro lema es Dios, patria, familia y libertad. Y ese es el sentimiento de la gran mayoría del pueblo brasileño", declaró, convirtiendo asi una visita de estado en un acto de campaña. Eso le valió críticas hasta de sus aliados de derecha, como la política Joice Hasselmann.
Pero la democracia sustantiva necesita de las otras. De las revoltosas. De las que marchan para reclamar derechos (como en Argentina, en 1977 o en 2018), para enfrentar a una dictadura (como las brasileñas en los ochentas) y hasta para saltar un molinete de subte y cambiar la historia, como las estudiantes chilenas que pusieron al país de cabeza en 2019. La democracia necesita de las mujeres que alzan la voz y reconvierten el Carnaval en una tribuna política. Como, por ejemplo, esas que se vistieron en 2019 de "Barbies fascistas" para protestar por las políticas anti mujeres impulsadas por Bolsonaro.



Como precisan las autoras del artículo mencionado más arriba, "Las mujeres que participan en la primera línea de los movimientos de masas no solo aumentan las probabilidades de que esos movimientos alcancen sus objetivos a corto plazo, por ejemplo, derrocar a un dictador opresor. También hacen que esos movimientos tengan más probabilidades de asegurar un cambio democrático duradero".
Hete aquí el problema, la raíz del miedo. Porque Bolsonaro (o Trump, o Putin o -salvando las distancias, Javier Milei) no le teme en realidad a "las mujeres", sino a la revolución que todas ellas, juntas y ocupando posiciones en los parlamentos, las empresas y las calles, pueden llegar a impulsar. Una democracia más real, más transformadora. Algo, para los autócratas, definitivamente inaceptable.





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