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Memorias del mar marrón

Por estas horas Graciela, la mamá de Fernando Báez Sosa, no sólo vio por primera vez las caras pálidas de los asesinos de su hijo. También les habló porque ahora ella es su voz. "Le llamaban negro. Era mi príncipe. ¿Con qué derecho le arrebataron la vida?", les preguntó. Ninguno respondió pero fue con el derecho que algunos creen tener sobre nosotros. Los marrones.

4 de enero de 2023

-Negra (muchos de mis amigos)

- Negrita (mi mamá, mi marido)

- Negrura (un amor antiguo y ya olvidado, salvo en los sueños)

Siempre me han llamado así sin que nunca nada- ni siquiera el diminutivo "cariñoso"- haya podido borrar del todo el foso. La diferencia entre ellos, los claros, y yo. La zanja que cavan cada vez, todas las veces.

Se ve que soy eso, aunque no me dé cuenta. Mejor dicho: soy eso porque no me doy cuenta y los demás sí. De chica decía que estaba "tostada". En pleno julio, pero tostada. Como me repetía mi mamá: "Vos no sos negra, sos tostada". El tema era no ser negra. Tostada se podía. Negra, no. Negra, nunca.

Mi infancia pasó, como tantas, entre la pileta y el colegio. En verano decía que mi color era por el sol y en invierno, que era por el sol del verano. Era muy buena alumna, además, en una escuela pública toda llena de tostados como yo. Y había un negro. Mejor dicho, uno más negro que todos nosotros juntos: el Negrito Servián, otro que perdió el nombre detrás del apodo. Otro ensombrecido.

Igual, lo raro es que yo seguía ciega a mi propia negreza, negredad, negrura. ¿Cómo que negra? Tengo la boca grande y la nariz un poquito ancha, eso sí. Pero, ¿negra? Tostada de más, capaz. Negra no. Negra nunca.

Recién comencé a sospechar algo el día que le hice upa a Dante por primera vez. Pleno febrero, los dos casi sin ropa. El, una cuajada y yo, marrona. Nos miré en el espejo y ahí lo vi. Ahí estaba el Pantone, inapelable. El, con cinco días de nacido, era albo; yo, con treinta y siete veranos encima, la reina de Saba aupando a un ser algodonoso que no paraba de vomitarme el cuello. El vómito, cómo no, también era blanco.

Ese día lo supe y no lo olvidé más: soy marrona. No blanca, no negra: marrona, del color del río que de plata sólo tiene el nombre. Del río del hornero.

Eramos como un cuadro antiguo, Dante y yo. La Virgen del Vómito o algo así. Nuestra Señora del Estómago Revuelto. La Virgen Marrona, óleo sobre tabla, siglo XV.

Pero un bebé translúcido y una mamá oscura, juntos, dicen muchas cosas. Por nueve meses, pensé lo lindo que sería un bebé con color mi piel y con los ojos claros del papá. Pero la vida hizo, como siempre, lo que se le dio la gana. Y acá estábamos los dos frente al espejo, jugando al ajedrez humano. El, de leche. Y yo, marrón.

Pensé- no quise, pero lo pensé igual- qué bueno que fuera tan clarito. Ahí terminé de entender: yo sabía que era marrona, una parte de mí lo sabía, siempre lo supo. Pero tuvo que venir un bebé de clara batida a gritármelo al oído para que entendiera el asunto completo. En toda su crueldad.

Porque ese día me alegró que Dante no fuera como yo. Me dejó tranquila. Fue saber que él tenía un pasaje para el barco al que yo jamás iba a poder subir.

No sé qué hace el amor con nuestros ojos, pero algo hace. Con la vista y con el resto de los sentidos. Los amortigua. La arruga desaparece de la cara querida. Sigue ahí, pero ya no la vemos. Se fue. Nunca estuvo.

Con los años, la lucidez de aquel día frente al espejo también se fue. Dentro de unas semanas Dante se va por primera vez de vacaciones solo. Quiero decir: sin mí. Con sus amigos. Y a Villa Gesell.

Entonces vuelvo a acordarme de aquel día de la revelación, a upa y en el baño. Vuelvo a ver el cachete de Dante -creo que la palabra es "níveo"- apoyado sobre mi hombro. Vuelvo a pensar alguna de esas frases ingeniosas que son mi muralla contra el mundo. Vuelvo a ver a mi príncipe enano, dormido. Porque eso es lo que son para nosotras: príncipes, todos ellos.

Fernando fue el de Graciela por dieciocho años. Y ella todavía no puede entender por qué esos ocho tipos de yeso que asoman detrás de los barbijos le decían negro. ¡Si era un príncipe! ¿Con qué derecho le arrebataron la vida?

Hace ya rato que el mío me saca dos cabezas. Calza 42. Fuma. Y tiene dieciocho, como Fernando.

Yo hace rato también que volví a ser la desclasada de siempre. La tostada. Ya no hay a quién hacerle upa, y que me muestre. Tampoco quién me calme, sabiendo a dónde va a ir mi hijo. Y con quiénes podría llegar a cruzarse.

Entonces cierro los ojos y vuelvo al espejo. Me dejo caer y ahí me quedo, marrona tras el vidrio. Madonna otra vez, enmarcada y con un niño en brazos. No será el mar, pero se le parece bastante.

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