Toshiro Mifune: memoria del gran héroe nipón

Participó de la Segunda Guerra Mundial, fue una pieza clave de la Era de Oro del cine japonés y es uno de los únicos cuatro actores japoneses con una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood. Fetiche del director Akira Kurosawa y símbolo del gran cine asiático, un homenaje a veinticinco años de su partida.

29 de diciembre de 2022

Si se habla de estrellas del cine, ya no sólo se piensa en las originarias de "la ciudad de los sueños" (léase: Hollywood) ni en quienes ganaron un Oscar. Si bien Hollywood se consolidó desde el vamos como la cuna de estas figuras, el séptimo arte alcanza hoy una dimensión global. No se limita a la costa oeste de Norteamérica y, desde hace tiempo, Italianos, franceses, iraníes, indios, japoneses (entre muchos otros países), cuentan con íconos propios en la gran pantalla.

Japón es, sin dudas, uno de los países que más aportó al cosmos cinematográfico. Desde su contribución a diversos géneros mediante su interesante cultura y memorias, hasta la incorporación de sujetos sumamente talentosos y relevantes para la historia como Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu o Akira Kurosawa. Ellos son sólo algunos de los directores trascendentales venidos de Oriente, y eso por no nombrar a algunos contemporáneos prestigiosos como Hirokazu Kore-eda, Takeshi Kitano o Ryusuke Hamaguchi.

Pero los que plantan su rostro al frente de la cámara tampoco se quedan atrás. Las magníficas historias que funcionaron para Japón y para el mundo entero también lo fueron y son, en parte, por la representación actoral. Setsuko Hara (Late Spring, Tokyo Stories) o Takashi Shimura (Ikiru, Seven Samurai) son dos nombres imprescindibles, aunque es Toshiro Mifune quien se roba toda la atención cada vez que se lo nombra. Hombre de vocación y nacido para escribir historia, protagonista de los éxitos más importantes de Japón y figura actoral indispensable para el cine mundial, hubo un antes y un después de su paso por la pantalla grande. Se cumplen 25 años de su muerte pero su presencia se percibe intacta.

Entre la fotografía y la trinchera

Toshiro Mifune en Yojimbo (1961)

Nacido en China de padres japoneses, Toshiro Mifune llegó al mundo en 1920. Fue de su padre de quien tomó el interés por la fotografía (el señor Mifune era propietario de un negocio fotográfico), factor clave para la posterior inclinación de su hijo por el cine y la actuación.

En 1939, con sólo 19 años, fue reclutado para el ejército japonés en cuyas filas permaneció hasta el final del conflicto bélico mundial, en 1945. Debido a sus conocimientos en fotografía se le asignaron tareas ligadas a esta actividad: recreaba mapas del territorio enemigo basándose en las imágenes capturadas por los aviones espías. Y en los últimos días de la guerra se le pidió que entrenara a jóvenes reclutas de escuadrones suicidas, los célebres kamikaze ("viento divino"). Tomarles su última fotografía también era responsabilidad suya. Enviar colegas patriotas a su muerte sería otra de las piezas fundamentales en la construcción de su sensibilidad. De su espíritu.

Luego de la guerra, tenía la intención de comenzar a trabajar en la productora de cine Toho Films. Había pensado en algún rol de cámara y -pese a que todos los puestos estaban ocupados- decidió presentarse a un casting por fastidio. Lo rechazaron pero sorprendentemente quedó recomendado para otro film. Su fresca labor en Ginrei no hate (Senkichi Taniguchi, 1947) llamó la atención de Akira Kurosawa, quien lo reclutó para lo que sería su debut como protagonista en Yoidore Tenshi (1948), convirtiéndose esta película en el comienzo de dos cosas: una larga filmografía y una relación muy particular.


Un dúo para la historia

Toshiro Mifune y Akira Kurosawa en el rodaje de Yojimbo (1961)

En el cine es moneda corriente hablar de dúos en relación a un actor y un director, un director y una actriz, etc. Y aunque quizá los más recordados sean los made in Hollywood con casos como los de John Ford y John Wayne o Scorsese y De Niro, la historia se repite en otros países. Ahí están Ingmar Bergman y Liv Ullmann o Michelangelo Antonioni y Monica Vitti, por sólo citar dos ejemplos. El punto es que, trasladada a Asia, la gloria gira en torno de Akira Kurosawa y Toshiro Mifune.

Juntos filmaron 16 películas entre las que destacan Rashomon (1950), Los Siete Samurái (Shichinin no samurai, 1954), Yojimbo (1961) y Cielo e Infierno (Tengoku to Jigoku, 1963). Como alguna vez- salvando las distancias- lo hicieron Kinski y Herzog, la relación entre ellos pendía de un hilo tenso que reflejaba la exigencia del reconocido director japonés. Juntos pulieron las bases de la llamada Era de Oro en Japón, mediante la visión de uno y la imponencia en pantalla del otro. En contrapunto a diversos rumores de disputas entre sí, gente cercana afirma que el afecto que se tenían era real, y que por proyectos personales y diferencia de agendas, con el correr de los años se fueron distanciando de manera espontánea y sin rencor alguno.


De la Tierra del sol naciente

A la izquierda, Toshiro Mifune junto a la silla de John Frankenheimer en el rodaje de Grand Prix (1966). A la derecha se ve a sí mismo en la revista LIFE (Imagen de nippon)

Trascendió fronteras, claro que lo hizo. Además de alcanzar el reconocimiento de la industria cinematográfica mundial, trabajó también en la mexicana Ánimas Trujillo (1961), de Ismael Rodríguez, y debutó en Hollywood con la película de John Frankenheimer llamada Grand Prix (1966). También compartió pantalla con Chales Bronson en Red Sun (1971), de Terence Young, y tuvo un papel en la película 1941 (1979) de Steven Spielberg, con quien continuó en contacto luego de film. En estos años también apostó por la producción de películas con Mifune Productions, que duró 21 años y produjo 13 películas. Actuó hasta 1990, cuando se enfermó.

Falleció en 1997 en un hospital de Tokio a los 77 años. Todavía fumaba. Su mujer de ese momento, su hijo Shiro y su ex mujer Sachiko -quien nunca firmó los papeles de divorcio- fueron quienes cuidaron de él en sus últimos días. Nueve meses después le llegaría la hora a Kurosawa, haciendo que Japón perdiera en menos de un año a, probablemente, sus dos mayores íconos de la historia del cine.


Steven Spielberg y Toshiro Mifune tras filmar 1941 (1979)

Más allá de que por lógicos motivos lo tuvo, el reconocimiento de Occidente nunca lo obsesionó. Y llegó igual: en 2016, de hecho, su nombre se inscribió en el Paseo de la Fama de Hollywood. Fue el cuarto actor japonés en conseguir ese logro. Para ese entonces habían pasado casi veinte años desde su fallecimiento.

Fumador hasta sus últimos días, bebedor nato e infiel. Fotógrafo, combatiente y testigo de una de las eras más oscuras del mundo y de Japón, Mifune llegó casi de casualidad al estrellato, a su lugar en el mundo, a ser un símbolo de la interpretación. Ni tan extravertido ni tan expositivo, a su manera y con la cabeza gacha construyó el legado actoral más importante de su país, ganándose el respeto de los más prestigiosos directores y colegas, y posicionándose a sí mismo como uno más de ellos. Se cumplen 25 años desde que no está más y la admiración permanece firme, como su sable en Los Siete Samurai, o como su mirada, sólida y punzante en la memoria de todos.


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